Estamos soportando desde 2006 la aplicación de una estrategia encaminada a la consolidación de un régimen de dictadura en el país, a imagen y semejanza de otros imperantes en el mundo, componentes todos de un bloque opuesto a la democracia y a los derechos humanos, en la prédica y en la práctica. La nota peculiar en el caso boliviano, oscura y temible, es el contenido racista impreso por sus diseñadores, con todos los riesgos potenciales que implica por su carácter definitivo e inmutable; pues se puede cambiar de ideas, creencias, costumbres, lengua y hasta sexo, pero no de raza.
En una primera etapa, el desmantelamiento de la democracia en Bolivia se produjo con la liquidación de la independencia de los poderes públicos, eficiente para la perversión del sistema electoral de manera que sea fácil su manipulación para la perpetuación del régimen; la conversión del Legislativo en una triste caja de resonancia del Ejecutivo, sin debate constructivo y de buena fe, para vergüenza de la ciudadanía, huérfana de representación real, y la conversión del Órgano Judicial en el aparato de persecución y eliminación de la oposición, y de conversión de lo torcido en recto violentando al Derecho.
Todo dentro de un contexto de control de la prensa a través de la publicidad selectiva, la instalación de medios gubernamentales o compra de los privados por parte del régimen o sus testaferros, la prebenda, la amenaza y la persecución franca de los periodistas independientes en procura de sostener la impostura indispensable para todo proyecto de dominación.
Gradualmente el barro de la corrupción se hizo más denso y embadurnó el aparato estatal completo, invadiendo las estructuras dirigenciales de la sociedad, para cohabitar cómodamente con la criminalidad campante, al amparo del paraguas de la impunidad.
Sobre la base de lo antedicho, se puede definir a esta etapa del régimen masista como de ejercicio arbitrario del poder en contra del derecho, incluyendo en él al mismo texto constitucional vigente desde 2009.
Larga etapa sin mayores sobresaltos hasta 2016, cuando el hastío ciudadano acumulado por los abusos, dentro de los cuales merecen especial recordación La Calancha, El Porvenir, Hotel Las Américas, José María Bakovic, Róger Pinto, TIPNIS y discapacitados, fue mayor que el aparato de fraude aplicado en el referéndum del 21F, haciendo inevitable que Bolivia diga No a la reproducción del poder ansiada por sus detentadores, antes ya beneficiados por una espuria interpretación de la CPE que les permitió una primera repostulación sin base jurídica, sin embargo no extensiva a otra nueva.
Ante ello, el régimen se vio impelido a profundizar la arbitrariedad a través de sus esbirros en el órgano de control constitucional, quienes prevaricaron sin pudor alguno, eludiendo el control de convencionalidad correspondiente a cualquier interpretación en materia de derechos humanos, atreviéndose a declarar inconstitucional una parte de la constitución, usurpando funciones, manteniéndose en impunidad hasta hoy.
También la derrota en el 21F llevó al régimen a virar su estrategia de dominación, iniciando una nueva etapa con la promulgación del Código del Sistema Penal, de corte autoritario, en 2017. La misma ciudadanía que dijo No el 2016 se movilizó a la cabeza de los “mandiles blancos” y anotó otra victoria con la abrogación de ese código penal, sucedida por la explosión de su rebeldía por el fraude electoral el 2019, con los resultados y consecuencias sabidas, hasta llegar al punto en que nos encontramos ahora, percibiendo día tras día las señales de que la estrategia antidemocrática del MAS se revela acelerada y se muestra cínicamente, sin embozo.
Es que ya no le es suficiente al régimen el quebrantamiento del derecho en los hechos, ejerciendo el poder con la arbitrariedad que le ha sido característica desde 2006. Le es vital pervertir por completo al derecho, reducirlo a una suma de decisiones desde y para el poder, quitándole la mayúscula, pues el Derecho en su sentido estricto, como la “vida humana objetivada” definida por Luis Recaséns Siches, es un sistema de valores, principios y normas del mayor grado de obligatoriedad y coerción, prescriptivas de la conducta de las personas en función de la preservación y/o reposición del consenso para la convivencia pacífica.
Se ha ido configurando lentamente desde la célebre Carta Magna de Juan Sin Tierra en 1215, pasando por las declaraciones, pactos y convenios de Derechos Humanos cuyo inicio se produjo en el siglo XVIII, hasta el sistema de su protección internacional en los tiempos que corren. Por tanto, es inherente a la democracia en la cual el Estado, como institución monopolizadora de la coacción legítima, de “última ratio”, ejerce el poder dentro de los límites dados por el derecho en función de la dignidad humana y de su contenido de libertades, derechos y garantías.
Por consiguiente, la explicación de la apresurada y subrepticia aprobación del contenido de ese código del sistema penal abrogado por la movilización ciudadana en 2018, bajo la forma de leyes separadas radica en ese viraje de la estrategia dictatorial, en dirección a un retorno a la barbarie, donde la dignidad humana no es considerada.
Así, cambiando al derecho por las decisiones del poder, la vulneración de las libertades y los derechos humanos, pasará a ser “legal”.
Lo que no anticipan los leguleyos al servicio del régimen, es que no será tan fácil. La tendencia en el mundo hacia el futuro va en la dirección del derecho, con graves dificultades y lentamente, pero así es, y los avances en materia de la efectividad del “derecho a tener derechos”, la fuerza progresiva y expansiva de los derechos humanos, no cesarán.
No sólo por la institucionalidad construida por siglos en esa dirección; también y especialmente, porque no estamos dispuestos a renunciar a nuestra dignidad de personas. A lo que sí estamos dispuestos, es a pagar el precio por defenderla.
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